Relato extraido del LIbro “Relatos de un Piloto” de Jorge Ribeiro
Pedalear los nueve kilómetros desde el pueblo a la quinta brigada era un esfuerzo. Mi bicicleta “Sempione” roja de mujer, rodado 16, lo hacía llevándome por ese camino tan conocido, que empezaba en un pavimento blanco, atravesado por esas cintas negras de brea que golpeteaban rítmicamente bajo las ruedas bien infladas. Primero, el frigorífico de la Villa a mi derecha, en los suburbios de aquel entonces. Luego, sobrevenía un caserío pobre, disperso, de lo que probablemente habrían sido casas rurales. Y, luego sí, el solitario camino, hasta la intersección de la entrada al cementerio, que lejos y a la derecha mostraba sus muros de silencio, que intentaba no mirar por las dudas.Un par de kilómetros más adelante se encontraba el guardaganado que marcaba el fin del pavimento y el comienzo del asfalto negro y, de allí en adelante, solo dos hitos: una isleta de Caldenes y Espinillos y, luego sí, el difuso contorno de los edificios de ingreso a la Brigada. Hacía el viaje en solitario cada vez que podía, especialmente si no había clases, o cuando pegaba un faltazo a la escuela.Cumplía, eso sí, con dos promesas a mi madre. La primera, bajar del camino a la banquina cuando algún auto aparecía, situación poco probable y que, en el solitario trayecto, el ruido anticipatorio de su motor acercándose me permitía sentar con comodidad en el costado del camino y esperar a que el automóvil pasara mientras descansaba. La segunda, volver antes de la noche, situación que yo especialmente cumplía pues el miedo de pasar cerca del cementerio en la oscura soledad me evitaba la posibilidad de que, según la leyenda urbana, me apareciese una señora vestida con unos atavíos blancos y, según el decir de algunas viejas, los cabellos tocados de manera que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente. Decían, además, que de noche voceaba y bramaba en el aire…Eran hechos más que suficientes para evitar la transgresión. Cuando, finalmente, llegaba al portón del guardia de ingreso, podían suceder dos cosas: que pudiese pasar por un costado de la barrera, táctica que generalmente daba resultado, pues el conscripto a cargo de la guardia suponía que yo era un hijo de algún oficial residente interno. O bien, que me preguntase qué quería y a dónde me dirigía. Algunas veces junto al soldado supe encontrar a un suboficial vecino de mi barrio, que luego de preguntarme, extrañado, qué hacía allí, yo le contaba entonces que venía a ver los aviones. Poco a poco fui consiguiendo la confianza de su parte en cada viaje y de los guardias, que solían ser siempre los mismos.Ellos fueron flexibilizando su inicial negativa a mi ingreso, ya que me dejaron pasar pidiendo que fuese prudente y que hiciera siempre el mismo camino, que era llegar hasta debajo de la torre de control, donde dejaba apoyada mi bicicleta en uno de los tantos cedros y pinos que rodeaban el lugar. Luego, caminando, me arrimaba al cordón bajo la torre, donde me sentaba, con una magnífica vista a la explanada de concreto. Allí, frente a los imponentes hangares de chapa gris, se dispersaban en forma aleatoria las siluetas de los Avro Lincoln y Lancaster.
Era el momento de disfrutar esa imponente vista, entretenido en descubrir uno que otro, observando las hélices de sus motores, que si tenían tres palas, eran de un Lancaster y si tenían cuatro, un Lincoln. De tanto en tanto, cuando la suerte me acompañaba, podía ver la puesta en marcha, el rodaje y el despegue o aterrizaje de alguno de ellos. Pero, esa tarde sucedió algo impensado.Yo vi venir por la calle donde me sentaba sobre el cordón una tripulación que se dirigía caminando a abordar uno de aquellos míticos aviones.Recuerdo sus chaquetas de cuero marrón; los cascos, también de cuero, con sus abultados auriculares incorporados; y otros con portafolios desde donde asomaban cartas y mapas.Fue un instante. El que se encontraba al frente del grupo de unos seis hombres se detuvo, me miró y, en tono de broma, con voz marcial, me preguntó si quería acompañarlos. La risa de los tripulantes que lo acompañaban duró el tiempo que necesité en dar un salto al lado del líder, mientras decía:
“¡gracias, Señor!”. La sorpresa y la situación embarazosa en la que puse al joven comandante fueron totales. Por un instante, todo quedó en suspenso. La risa trocó en sorpresa y la tripulación completa ahora miraba a su jefe, a quien mi actitud decidida había sorprendido, transformando su broma en un compromiso.Parecía un hombre que le costaba incumplir su palabra; lo noté en sus ojos y en su rostro, que reflejaba lamentar su error.
Aun así, ensayó una excusa:
— ¿En verdad nos acompañarías? Pero ¿qué dirían tus padres?
—Van a estar muy contentos por mí —respondí y lo recuerdo muy bien.
Comencé a caminar en la dirección que ellos llevaban, mientras miraba desafiante al jefe.
Dudó un instante y, luego, despaciosamente retomaron en silencio su marcha al avión que esperaba mientras era repostado en la plataforma. Se leía B-016 en su morro.
—Súbelo por atrás —ordenó el comandante al suboficial a mi lado, quien rápidamente lo hizo por la portezuela detrás del borde de fuga alar.Luego, el mismo de un salto se encaramó detrás de mí. Por primera vez, sentí el aroma, un olor de fluido hidráulico, carburante, aceite, aluminio y dural, que se respiraba en la entraña de la bella bestia. Vi subir al comandante, al ingeniero y al radioperador por la escalerilla bajo el morro y aquel le ordenó al artillero:
—Siéntalo sobre el larguero alar, que pueda mirar por la ventanilla afuera.
Y luego, dirigiéndose a mí, dijo:
—Y no te muevas de allí por ninguna causa, ¿entendido?
Durante largos minutos observé el incesante trabajo de la tripulación. Ya el comandante se había sentado en el lugar del piloto. El radioperador, más abajo y atrás, encendía las radios y equipos mientras el mecánico, a su lado, hacía otro tanto con los selectores y llaves de combustible.Se acercó el artillero y me entregó en mano un trozo de algodón, indicándome que debía hacer unos pequeños tapones y colocarlos en mis oídos, cosa que así hice. Y, luego, empezó la magia.La hélice de uno de los motores (creo el número dos) comenzó a girar lentamente. Primero, un par de explosiones. Luego, un traqueteo rápido y, en medio de una nube azul de aceite quemado, comenzó a rugir suave y parejamente, operación que se repitió luego de algunos minutos con los tres motores restantes. Al cabo de algunos minutos, rodábamos a la cabecera sur, donde hicimos las pruebas de motores y sistemas.
El Lincoln, entonces, se alineó con el eje de pista que yo ahora veía claramente a través de su morro acristalado y, por primera vez, experimenté el poder de esos gigantes Rolls Royce a máxima potencia (1).Eran cuarenta y ocho cilindros quemando combustible a pleno gas. Por los apagallamas de los escapes aparecían fulgurantes llamas azules y amarillas y, al momento que la rueda de cola abandonaba el suelo, veía pasar, sorprendido, los bordes de la pista a una velocidad nunca imaginada por mí (2).Súbitamente, luego, las grandes cubiertas abandonaron el pavimento y sobrevino ese deslizarse por el aire, que por vez primera experimentaba. Tal era mi asombro y excitación, que incluso me pareció no estar respirando. Paulatinamente, en la medida que ascendíamos, la velocidad relativa parecía disminuir, en forma proporcional a la amplitud visual de mi horizonte y, por un momento, me preguntaba por qué volábamos tan despacio.La serpentina meandrosa y plateada del Río Quinto se mostraba como jamás lo había imaginado y las vías férreas eran ahora asombrosamente rectas y prolijas. Los campos y maizales parecían a mi vista haber sido trabajados con regla y escuadra. Escuché la sincronización de las hélices de los motores y, aunque estaba adentro, su sonido me llegaba familiar a mis oídos, que tantas veces los había escuchado sentado en la terraza de mi vieja casa, a donde me trepaba con premura, ante el distante sonido de algún bombardero acercándose. Pero esta vez era yo mismo quien lo cabalgaba, sentado sobre su larguero alar. Fue una experiencia inolvidable, que marcó mi pasión por el vuelo para siempre. ¡Gracias, comandante por tu instante de irresponsabilidad que me permitió cumplir con mi mayor anhelo!
Supe mucho después que él perdió la vida sobre las salinas del bebedero, en San Luis, en un accidente absurdo y frecuente en aquellas épocas: durante una práctica de bombardeo.Yo jamás olvidaré ese vuelo de bautismo que hice, nada menos que en el Lincoln Bravo Cero Dieciséis y, aunque en los años que siguieron pude volar como pasajero y piloto en muchos otros aviones, nunca fue igual de emocionante que aquel fantástico vuelo.
(1) La planta motriz era de 4 motores Rolls-Royce Merlín 85 de 12 cilindros en “V”. Potencia: 1750 HP cada uno. Las hélices de cuatro palas por motor y una Tripulación de 7 hombres.
(2) La velocidad de despegue rondaba los 178 Km/h; La de nunca exceder (Vne): 475 km/h a 4750 m y velocidad crucero (Vc): 346km/h a 6100 m